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1996
En el Diálogo entre un vendedor de calendarios y un
transeúnte, Leopardi pone de relieve la estremecedora vanidad de
esperar, a finales de cada año, un año más feliz que los anteriores, a
los que también se esperó a su vez con la confianza de que traerían
consigo una felicidad que sin embargo nunca trajeron. Ese breve texto
inmortal del gran poeta italiano, tan inexorable en el diagnóstico del
mal de vivir, está exento no obstante del fácil pesimismo apocalíptico
de muchos maestros de la retórica actuales, que se complacen en anunciar
continuamente desastres y en proclamar que la vida no es más que vacío,
error y horror. El diálogo leopardiano está impregnado en cambio de un
tímido amor a la vida y una hosca espera de la felicidad, que quedan
desmentidos por la sucesión de los años pero continúan viviendo, con
temor y temblor, en el ánimo y permiten sentir el dolor y el absurdo con
mucha mayor fuerza que el pathos catastrófico.
Esos pensamientos y esa pesadumbre ante la vuelta
de hoja del año se asoman con mucha mayor intensidad cuando lo que acaba
-y lo que respectivamente empieza- no es sólo un año y ni siquiera un
siglo, sino un milenio. El calendario hace alarde de una extraordinaria
inflación de aniversarios y conmemoraciones, desde las bodas de oro
milenarias de Austria al bicentenario de la bandera italiana pasando por
el fatídico comienzo del año Dos mil -simbólicos giros epocales,
grandes Arcos de Triunfo del Tiempo, espectaculares escenografías del
Progreso y la Caducidad. En la vigilia del año Mil había -aunque menos
numerosos de lo que a menudo nos gusta creer- quien esperaba el fin del
mundo; en los peores momentos de la guerra fría se temía un apocalipsis
nuclear, la pesadilla del day after. En los umbrales del año Dos mil no
existe ningún pathos finalístico, pero sí ciertamente un profundo
sentido de la transformación radical de la civilización y de la misma
humanidad y por consiguiente un sentido del indiscutible fin no del
mundo, sino de un modo secular de vivirlo, de concebirlo y
administrarlo.
Ya en los últimos años del siglo pasado, Nietzsche y
Dostoievski habían vislumbrado el advenimiento de un nuevo tipo de
hombre, de un estadio antropológico distinto -en el modo de ser y
sentir- del individuo tradicional, existente desde tiempo inmemorial. En
su Übermensch, Nietzsche no veía a un «Superhombre», a un individuo de
capacidades potenciadas y más dotado que los demás, sino más bien,
conforme a la definición de Gianni Vattimo, a un «Ultra-hombre», una
nueva forma del Yo, no ya compacto y unitario sino constituido, según
él, por una «anarquía de átomos», por una multiplicidad de núcleos
psíquicos y pulsiones no apresadas ya dentro de la rígida coraza de la
individualidad y la conciencia. Hoy en día la realidad, cada vez más
«virtual», es el escenario de esa posible mutación del Yo.
El propio Nietzsche decía que su «Ultra-hombre» era
íntimamente afín al «Hombre del subsuelo» de Dostoievski. Ambos
escritores atisbaban de hecho en su tiempo y en el futuro -un futuro que
en parte lo es todavía también para nosotros, pero que en parte es ya
nuestro presente- el advenimiento del nihilismo, el fin de los valores y
de los sistemas de valores, con la diferencia de que para Nietzsche,
como nos recuerda Vittorio Strada, se trataba de una liberación que
celebrar y para Dostoievski de una enfermedad que combatir. En este
comienzo de milenio, muchas cosas dependerán de cómo resuelva nuestra
civilización este dilema: si combatir el nihilismo o llevarlo a sus
últimas consecuencias.
«El viejo siglo no ha acabado bien», escribe Eric
J. Hobsbawm en su Historia del siglo XX, añadiendo que acaba, para usar
una expresión de Eliot, con una retumbante explosión y un enojoso
lloriqueo. Otros reparan sobre todo en lo terrible de estos cien años
-el «terrible siglo Veinte», con su primacía en lo que a hecatombes y
exterminios se refiere, puestos en práctica con una monstruosa simbiosis
de barbarie y racionalidad científica. Sin embargo sería injusto
olvidar o menospreciar los enormes progresos realizados durante el
siglo, que ha visto no sólo cómo masas cada vez más amplias de hombres
alcanzaban condiciones humanas de vida, sino también una continua
ampliación de los derechos de categorías marginadas o ignoradas y una
toma de conciencia cada vez más amplia de la dignidad de todos los
hombres, presente incluso allí donde hasta ayer mismo no se sabía o no
se quería reconocer e incluidas las formas de vida y civilización más
apartadas de nuestros modelos.
Es realmente delictivo olvidar las atrocidades del
siglo de Auschwitz, pero tampoco es lícito pasar por alto las
atrocidades cometidas en los siglos anteriores sin que la conciencia
colectiva cayera en la cuenta y le remordieran. Creer confiadamente en
el progreso, como los positivistas del siglo XIX, es hoy día ridículo,
pero igualmente obtusas son la idealización nostálgica del pasado y la
grandilocuente énfasis catastrófica. Las nieblas del futuro que se
cierne exigen una mirada que, en su inevitable miopía, se vuelva menos
miope gracias a la humildad y a la autoironía.
Éstas nos ponen en guardia frente a la tentación de
abandonarnos al pathos de las profecías y las fórmulas que hacen época,
ya que se tornan cómicas a la que uno se descuida, como la famosa frase
según la cual en 1989 habría acabado la Historia, frase que ya entonces
bien podía haber encontrado acomodo en el Diccionario de lugares
comunes y de idioteces de Flaubert. El Ochenta y nueve, por el
contrario, lo que hizo fue descongelar la Historia, que había
permanecido durante decenios en el frigorífico, y ésta se desentumeció
dando lugar a una maraña de emancipación y regresión, tan a menudo
unidas como las dos caras de la misma moneda. El principio de
autodeterminación, que afirma la libertad, desata conflictos sangrientos
que conculcan la libertad de los demás; otro ejemplo del cortocircuito
del progreso y el regreso es el constituido por el incremento económico y
el desarrollo de la producción, que provocan una disminución de la
ocupación aumentando así el número de los excluidos de un tenor de vida
aceptable y creando por consiguiente las premisas, advierte Dahrendorf,
para gravísimas tensiones y conflictos sociales.
La contradicción más patente es la que afecta al
mismo tiempo a procesos de unificación y agregación -la unidad europea,
sin ir más lejos- y de atomización particularista, como la
reivindicación de las identidades locales, que niegan con furia el
contexto más amplio, estatal, nacional o cultural que las comprende. A
la nivelación general, producida especialmente por los medios de
comunicación que proponen a escala planetaria los mismos modelos, se
contraponen diversidades cada vez más salvajes; ambos procesos amenazan
un fundamento esencial de la civilización europea, la individualidad en
su sentido fuerte y clásico, inconfundible en su peculiaridad, pero
portadora y expresión de lo universal.
El milenio se anuncia con contradicciones llevadas
al extremo. La derrota, si no en todos sí en muchos países, de los
totalitarismos políticos no excluye la posible victoria de un
totalitarismo blando y coloidal capaz de promover -a través de mitos,
ritos, consignas, representaciones y figuras simbólicas- la
autoidentificación de las masas, consiguiendo que, como escribe Giorgio
Negrelli en sus Anni all sbando [Años a la deriva], «el pueblo crea
querer lo que sus gobernantes consideran en cada momento más oportuno».
El totalitarismo no se confía ya a las fallidas
ideologías fuertes, sino a las gelatinosas ideologías débiles,
promovidas por el poder de las comunicaciones.
Una resistencia a este totalitarismo es la que
radica en la defensa de la memoria histórica, que corremos el riesgo de
que nos la borren y sin la que no cabe ningún sentido de la plenitud y
la complejidad de la vida. Otra resistencia estriba en el rechazo del
falso realismo, que confunde la fachada de la realidad con toda la
realidad y, privado de todo sentido religioso de lo eterno, absolutiza
el presente y no cree que éste pueda cambiar, tachando de ingenuos
utopistas a quienes piensan que se puede cambiar el mundo. En el verano
del Ochenta y nueve esos falsos realistas, tan numerosos entre los
políticos, se habrían mofado de quien hubiese dicho que tal vez podía
caer el muro de Berlín. El milenio parece concluir con el fin del mito
de la Revolución y también de esos grandes proyectos de cambiar el mundo
que han caracterizado, como observa Alberto Cavallari, el siglo pasado y
gran parte del nuestro.
En el revisionismo histórico cada vez más difuso, a
la Revolución francesa, hasta ayer mismo considerada como la matriz de
la modernidad y de sus libertades, se le tilda de madre de los
totalitarismos, y sus violencias hacen palidecer la memoria de aquellas
contra las que insurgió; hacen olvidar aquella poesía de Victor Hugo en
la que la cabeza cortada de Luis XVI reprocha a sus padres, a los reyes
de Francia del pasado, haber construido -con las injusticias del dominio
feudal- la «máquina horrible» que la ha decapitado, es decir la
guillotina, que se propone extirpar la violencia con la violencia,
cometiendo delitos que nada puede justificar, pero de los que no
solamente ella es la responsable.
La caída del comunismo parece a menudo arrastrar
consigo, en un descrédito generalizado, no sólo al socialismo real, sino
también a las ideas de democracia y progreso, a la utopía de la re
dención social y civil; el fracaso de la pretensión de poner fin de una
vez por todas al mal y a la injusticia de la Historia afecta a veces a
cualquier otra concepción de la solidaridad y la justicia. Pero el final
del mito de la Revolución y el Gran Proyecto tendría que dar por el
contrario más fuerza concreta a los ideales de justicia que ese mito
había expresado con potencia, pero pervertido con su absolutización e
instrumentalización; tendría que proporcionar más paciencia y tesón para
perseguirlos y por lo tanto mayores probabilidades de realizarlos, en
esa medida relativa, imperfecta y perfectible que es la medida humana.
El final de esos mitos puede aumentar la fuerza de aquellos ideales,
precisamente porque los libera de la idolatría mítica y totalizante que
los ha vuelto rígidos; puede hacer comprender que las utopías
revolucionarias son una levadura, que por sí sola no basta para hacer
pan, contrariamente a lo que han creído muchos ideólogos, pero sin la
cual no se hace un buen pan. El mundo no puede ser redimido de una vez
para siempre y cada generación tiene que empujar, como Sísifo, su propia
piedra, para evitar que ésta se le eche encima aplastándole. La
conciencia de estas
cosas supone la entrada de la humanidad en la
madurez espiritual, en esa mayoría de edad de la Razón que Kant había
vislumbrado en la Ilustración.
El final y el principio del milenio necesitan
utopía unida al desencanto. El destino de cada hombre, y de la misma
Historia, se parece al de Moisés, que no alcanzó la Tierra Prometida,
pero no dejó de caminar en dirección a ella. Utopía significa no
rendirse a las cosas tal como son y luchar por las cosas tal como
debieran ser; saber que al mundo, como dice un verso de Brecht, le hace
buena falta que lo cambien y lo rediman. El despertar religioso, que sin
embargo tan a menudo degenera en fundamentalismos, cumple la gran
función de avivar el sentido del más allá, de recordar que la Historia
profana de lo que sucede se intersecciona continuamente con la Historia
sagrada, con el grito de las víctimas que piden otra Historia y que, en
el Día del juicio, presentarán a Dios y al Espíritu del Mundo el libro
de cuentas y los llamarán a que les den razón del matadero universal.
Utopía significa no olvidar a esas víctimas
anónimas, a los millones de personas que perecieron a lo largo de los
siglos a causa de violencias indecibles y que han sido sepultadas en el
olvido, sin registro alguno en los Anales de la Historia Universal. El
río de la Historia arrastra y sumerge a las pequeñas historias
individuales, la ola del olvido las borra de la memoria del mundo;
escribir significa también caminar a lo largo del río, remontar la
corriente, repescar existencias naufragadas, encontrar pecios enredados
en las orillas y embarcarlos en una precaria arca de Noé de papel.
Este intento de salvación es utópico y el arca a lo
mejor se hunde. Pero la utopía da sentido a la vida, porque exige,
contra toda verosimilitud, que la vida tenga un sentido; don Quijote es
grande porque se empeña en creer, negando la evidencia, que la bacía del
barbero es el yelmo de Mambrino y que la zafia Aldonza es la
encantadora Dulcinea. Pero don Quijote, por sí solo, sería penoso y
peligroso, como lo es la utopía cuando violenta a la realidad, creyendo
que la meta lejana ha sido ya alcanzada, confundiendo el sueño con la
realidad e imponiéndolo con brutalidad a los otros, como las utopías
políticas totalitarias. Don Quijote necesita a Sancho Panza, que se da
cuenta de que el yelmo de Mambrino es una bacinilla y percibe el olor a
establo de Aldonza, pero entiende que el mundo no está completo ni es
verdadero si no se va en busca de ese yelmo hechizado y esa beldad
luminosa. Sancho sigue al enloquecido caballero -es más, cuando éste
recobra la cordura, se siente perdido y reclama nuevas aventuras
encantadas. Pero don Quijote, por sí solo, sería tal vez más pobre que
él, porque a sus gestas caballerescas les faltarían los colores, los
sabores, los alimentos, la sangre, el sudor y el placer sensual de la
existencia, sin los cuales la idea heroica, que les infunde significado,
sería una prisión asfixiante.
Utopía y desencanto, antes que contraponerse,
tienen que sostenerse y corregirse recíprocamente. El final de las
utopías totalitarias sólo es liberatorio si viene acompañado de la
conciencia de que la redención, prometida y echada a perder por esas
utopías, tiene que buscarse con mayor paciencia y modestia, sabiendo que
no poseemos ninguna receta definitiva, pero también sin escarnecerla.
Demasiados desilusionados por las utopías totalitarias desmoronadas,
excitadísimos por el desencanto en lugar de haberse vuelto a causa de
ello más maduros, levantan una voz chillona y presumida para mofarse de
los ideales de solidaridad y justicia en los que antes habían creído
ciegamente. El énfasis con el que a menudo se celebra la caída del
Estado social, en lugar de estudiar sus patentes defectos para
corregirlos, es un aspecto de esa incapacidad de unir utopía y
desencanto.
Era ridículo, en 1929 o en los años sesenta, creer
que el capitalismo estuviese agonizando y es ridículo creer hoy que la
forma actual de su victoria constituye el orden definitivo del mundo.
Creer que se ha vencido, que se tiene con el triunfo una relación
inquebrantable, puede ser peligroso: Manès Sperber decía que quien se
ufana o se complace con la victoria se convierte fácilmente en un cocu
de la victoire.
Cada generación y cada individuo tienen que volver a
experimentar, y no sólo una vez, la experiencia traumática pero
salvífica de los primeros cristianos, que esperaban la parusía, el
retorno del Salvador que les había sido prometido, la llegada del
Paráclito, el Espíritu de la consolación, confiados -por lo menos muchos
de ellos- en que vendría ya durante sus vidas. La parusía no llegó y no
debe haber sido fácil, para aquellos creyentes desilusionados, resistir
a la decepción y entender que no se trataba de un mentís, sino de un
aplazamiento de la salvación y quizás ni siquiera de una moratoria, sino
de la revelación de que la salvación no llega una vez para siempre sino
que está siempre en camino, hasta el final de los tiempos -que quizás
no acaben, por lo menos durante la breve presencia del hombre en la
tierra.
Desencanto significa saber que la parusía no tendrá
lugar, que nuestros ojos no verán al Mesías, que el próximo año no
estaremos en Jerusalén, que los dioses se han exiliado. Occidente vive
al calor de este desencanto, que Max Weber ha delineado en páginas
admirables y definitivas, describiendo la jaula de hierro que ha
aprisionado al mundo en las mallas de una racionalización inexorable,
que lo encamina y lo empuja por una dirección obligatoria. Pero las
mismas páginas de Weber contradicen este diagnóstico con el tono con que
lo enuncia, con la música que las impregna cuando habla de los valores
indemostrables pero irrenunciables, del sentido de la vida, que la
racionalización hace inencontrable pero no apaga su insuprimible
exigencia, o del demonio que hay en la vida de cada uno.
Quienes creen que el encanto es algo fácil, son
fáciles presas del cinismo reactivo cuando el encanto revela sus grietas
o deja de manifestarse. En el desencanto, como en una mirada que ha
visto demasiadas cosas, se da la melancólica conciencia de que el pecado
original ha sido cometido, de que el hombre no es inocente y el yelmo
de Mambrino es una bacía. Pero se da también la conciencia de que el
mundo de vez en cuando es tan encantador como el Edén, de que los
hombres débiles y malvados son también capaces de generosidad y amor, de
que un cuerpo efímero y mortal puede ser amado con pasión y el yelmo de
Mambrino, aun inencontrable, refleja su resplandor en las cazuelas
oxidadas. El desencanto es un oxímoron, una contradicción que el
intelecto no puede resolver y que sólo la poesía es capaz de expresar y
custodiar, porque dice que el encanto no se da pero sugiere, en el modo y
el tono en que lo dice, que a pesar de todo existe y puede reaparecer
cuando menos se lo espera. Una voz dice que la vida no tiene sentido,
pero su timbre profundo es el eco de ese sentido. Fue la ironía de
Cervantes, que desenmascaró el fin y la torpeza de la caballería, la que
expresó la poesía y el encanto de la caballería.
El desencanto, que corrige a la utopía, refuerza su
elemento fundamental, la esperanza. ¿Qué es lo que puedo esperar?, se
pregunta Kant en la Crítica de la razón pura. La esperanza no nace de
una visión del mundo tranquilizadora y optimista, sino de la laceración
de la existencia vivida y padecida sin velos, que crea una irreprimible
necesidad de rescate. El mal radical -la radical insensatez con que se
presenta el mundo- exige que lo escrutemos hasta el fondo, para poderlo
afrontar con la esperanza de superarlo. Charles Péguy consideraba la
esperanza como la virtud más grande, precisamente porque la propensión a
desesperar está tan fundada y es tan fuerte, y porque es tan difícil,
como dice en su Pórtico del misterio de la segunda virtud, reconquistar
la fantasía de la infancia, ver cómo todo se va desarrollando y sin
embargo creer que mañana irá mejor.
La esperanza es un conocimiento completo de las
cosas, observa Gerardo Cunico; no sólo de cómo éstas aparecen y son,
sino también de aquello en lo que se tienen que convertir para
conformarse a su plena realidad aún no desplegada, a la ley de su ser.
Se identifica con el espíritu de la utopía, como enseña Bloch, y
significa que tras cada realidad hay otras potencialidades que hay que
liberar de la cárcel de lo existente. La esperanza se proyecta en el
futuro para reconciliar al hombre con la historia, pero también con la
naturaleza, esto es, con la plenitud de sus propias posibilidades y
pulsiones. Este espíritu de la utopía está custodiado sobre todo en la
civilización judía, en la indómita tensión de sus profetas.
El desencanto es una forma irónica, melancólica y
aguerrida de la esperanza; modera su pathos profético y generosamente
optimista, que subestima fácilmente las pavorosas posibilidades de
regresión, de discontinuidad, de trágica barbarie latentes en la
historia. Tal vez no pueda existir un verdadero desencanto filosófico,
sino sólo poético, porque solamente la poesía es capaz de representar
las contradicciones sin resolverlas conceptualmente, sino componiéndolas
en una unidad superior, elusiva y musical. Tal vez por eso el mayor
libro del desencanto, La educación sentimental de Flaubert -el libro de
todas las desilusiones, como se lo ha definido-, es también, en la
melodía de su fluir melancólico y misterioso como el del tiempo, el
libro del encanto y de la seducción de vivir.
Todo mito revive y refulge sólo cuando se
desmitifica su estereotipo, su hechizo de cartón; los Mares del Sur se
convierten en un paisaje del alma en las páginas de Melville o de
Stevenson que desmontan con crudeza cualquier pretendido escenario de
intacto paraíso. Sólo criticando un mito se pone de relieve la
fascinación a la que se resiste. El verdadero sueño, escribe Nietzsche,
es la capacidad de soñar sabiendo que se sueña.
La historia literaria occidental de los últimos dos
siglos es una historia de utopía y desencanto, de su inseparable
simbiosis. La literatura se sitúa a menudo frente a la historia como la
otra cara de la luna, la cara que deja en sombra el curso del mundo.
Este sentido de la existencia de una gran falta en la vida y en la
historia es la exigencia de algo irreductiblemente distinto, de una
redención mesiánica y revolucionaria, fallida o negada por cada
revolución histórica. El individuo advierte una herida profunda que le
pone difícil realizar plenamente su personalidad de acuerdo a la
evolución social y le hace sentir la ausencia de la verdadera vida. El
progreso colectivo resalta todavía más el malestar del individuo;
pretender vivir es de megalómanos, escribe Ibsen, aludiendo así a que
sólo la conciencia de lo arduo y temerario que es aspirar a la vida
auténtica puede permitir que nos acerquemos a ella.
En el desencanto resuena también el desengaño, el
barroco desengaño' que es, también él, doloroso desenmascaramiento de la
ilusión que hace resplandecer una verdad reluctante a la Historia. Un
poeta de este desencanto barroco y ultramoderno, el vienés Ferdinand
Raimund, cuenta, en su La corona mágica que trae desdichas -una comedia
popular de principios del siglo XIX-, cómo un hada benévola le da al
protagonista, Ewald, una antorcha prodigiosa que tiene el poder de
transfigurar la realidad: quien ve el mundo a su luz ve esplendor y
poesía por doquier, incluso allí donde no hay más que miseria y
sordidez. El hada Lucina, al entregarle el regalo a Ewald, le revela el
truco, le advierte que la antorcha le mostrará cosas hermosísimas pero
ilusorias. La conciencia de ello no destruye sin embargo el embrujo de
las cosas iluminadas por esa luz y la vida de Ewald, merced a ese don,
se enriquece extraordinariamente. Esa antorcha no es falsa. Quien la usa
sin saber que embellece el mundo es víctima de un engaño, porque no ve
el dolor y la abyección y se hace ilusiones creyendo que la existencia
es armoniosa. Pero el que la rechaza es igualmente ciego y obtuso,
porque ese don, que ilumina la grisura del presente, da a entender que
la realidad no es sólo mísera y roma. Tras las cosas tal como son hay
también una promesa, la exigencia de cómo debieran ser; está la
potencialidad de otra realidad, que empuja para salir a la luz, como la
mariposa en la crisálida.
Quizás Raimund, cuando decidió dispararse un tiro
con una pistola, algunos años después, se olvidara de ese don embrujado
que había inventado. Pero los pecios de esa grande y naufragada arca de
Noé que fue Cacania, el imperio habsbúrgico, brillan como leños que el
diluvio ha empapado y vuelto fosforescentes, iluminados por ese irónico
juego con el desencanto que es una elusiva sabiduría, un arte de
escabullirse del jaque y defender el encanto. Al igual que los hijos de
la vieja Austria, nosotros también vivimos sobre una cuenta extinguida,
esperando que la creciente irrealidad del mundo y de los trozos de papel
con los que lo compramos -o las medidas que no logramos comprender,
pero a las que nos entregamos con confianza, como la proyectada
eliminación física del dinero- acaben por borrar la diferencia entre los
ceros del debe y los del haber. «Y sin embargo la vida es bella. ¿No es
verdad?», dice el transeúnte leopardiano, que piensa lo contrario. «Eso
es algo que ya se sabe», responde el vendedor de almanaques.
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